Misa por la Paz y la Fraternidad de los argentinos

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Estamos en un tiempo extremadamente delicado. La paz social esta frágil y amenazada y somos responsables de asegurarla y cuidarla.

Por este motivo, cuando el Sr. Intendente de Luján me invitó a presidir esta Misa, y me compartió su deseo de hacer una convocatoria amplia, “hacia todas las fuerzas políticas y sus representantes, a nuestras hermanas y hermanos de otras confesiones cristianas y religiosas, para reconocernos y encontrarnos en esta oración por la ansiada paz social y el diálogo entre líderes”, sentí que era una muy buena iniciativa y le dije que sí.

Además, lo hacemos en el día en el que todos los obispos de la Argentina estamos animando a una sentida oración por la paz y la fraternidad, y en el contexto de la colecta Más por Menos cuyo lema es: “Aliviando el dolor de hoy, alimentamos la esperanza”.

¡La oración por la paz y la fraternidad es urgente!  Y este es el espacio indicado para rezar por la Patria. La Iglesia católica y todos los credos estamos para ser servidores de la paz y de la fraternidad. Y nuestro primer y principal servicio es la oración. Creemos que la oración de los que estamos aquí, ya es un hecho de paz y de fraternidad.

Este lugar sagrado es como un concentrado de la Patria, porque aquí vienen millones de peregrinos, de todos lados, de todas las edades, de todas las realidades sociales, los partidos políticos, los movimientos sociales e incluso de diferentes confesiones religiosas. Y vienen porque aquí esta Ella, nuestra Madre, “que es la garante de la unidad del pueblo argentino”, como señaló el Papa Francisco. Nadie se queda afuera de esta casa de María de Lujan. Nadie debería quedarse afuera de la casa que es nuestra Patria amada.

Mucho lamentaría que se malinterprete este gesto. La Virgen de Luján es Inmaculada y cualquier mala intención, lejos de mancharla a Ella, nos mancha aún más a nosotros mismos.

En la época de Jesús, por muchas razones, el clima social que se respiraba era de fatalismo. El fatalismo, es un aire que todo lo contamina y que conduce a vivir en una sensación de irremediable desgracia, de conflicto permanente, en el que no hay ni habrá salida. Se crea así una atmósfera viciosa, en la que cada uno se encierra en sí mismo o en el pequeño grupo y en esa forma salvaje del “sálvese quien pueda”.

En esa realidad concreta de su tiempo, pero también hoy, Jesús viene a traer una novedad, un cambio total de paradigma, otra lógica de vida, y así rompe ese círculo letal del fatalismo.

Jesús nos llama a no encerrarnos, por el contrario, invita a que nos abramos y entremos en una relación diferente con Dios y con los otros. Jesús propone otro modelo de convivencia en el que todos podamos salvarnos, que consiste en “el abrazo hacia el otro”, no en el rechazo.

El Evangelio que proclamamos nos relata un episodio inolvidable. [1]

Jesús está cenando con personas públicamente pecadoras. Hay otro grupo, que mira la situación y encerrados en ellos mismos, creyéndose superiores, lo critican con dureza.

Aparecen entonces dos grupos, uno de buenos y otro de malos, uno de justos y otro de pecadores. Todos sabemos que esta división es una forma simplista de entender la vida que abona a ese clima de fatalidad. En ese ambiente también se cultiva la intolerancia, la ceguera, la obstinación, la violencia. ¡Así, todos perdemos!

En medio de esa situación, Jesús propone algo novedoso y lo hace por medio de una historia fácil de entender, desafiándonos a una verdadera transformación de nuestros pensamientos y de nuestro corazón.

Dicha parábola nos habla de un padre y sus dos hijos. El menor le pide la herencia, que es una forma no sólo de desentenderse de él, sino fundamentalmente de matarlo en vida. Se va lejos y lo malgasta todo. Cuando llega al extremo de morirse de hambre, decide regresar a su casa, pero no como un hijo arrepentido que desea arreglarse con su padre, sino pensando en sí mismo, y por eso quiere volver convertido en uno de sus obreros. Evidentemente, lo hace con un arrepentimiento interesado, pensando sólo en su propia salvación. Pareciese que la dura experiencia de haber caído tan bajo, lejos de abrirlo, lo encerró más. Diríamos que su dolor lo llevó a un resentimiento hondamente amargo.

Pero Jesús, y les pido por favor máxima atención, dice que el padre lo está esperando, cuando lo ve y lo reconoce se conmueve profundamente, se abalanza sobre él, lo abraza y lo besa. Y cuando el hijo intenta ubicarse en ese lugar de jornalero, su padre, además de abrazarlo, hace todo lo que en aquella cultura se hacía para reconocer la dignidad del otro: lo viste con la mejor ropa, le pone sandalias, un anillo y hace una fiesta con el mejor de sus terneros, porque su hijo estaba perdido y ha sido encontrado.

Aquí hay una novedad, el padre no lo está esperando para reprocharle su actitud ni para castigarlo, sino para abrazarlo, perdonarlo y salvarlo.

Ahora, el problema es el hijo mayor que también encerrado en su enojo, no quiere reconocer a su hermano. Intenta justificarse con muchas razones, todas entendibles, pero es incapaz de abrazar, de recomponer, de reconciliar, de salvar. Sin embargo, la actitud del padre es la misma que con su hijo menor, lleno de ternura también sale a buscarlo y lo afirma y dignifica dándole su máxima confianza: “hijo, todo lo mío es tuyo”, le dice.

El Señor Jesús se está refiriendo a Dios, que como un Padre y una Madre, siempre espera a sus hijos y cuando nos acercamos a Él, hace de todo para devolvernos la dignidad perdida. Dios siempre nos abraza profundamente, no nos rechaza y en ese abrazo, no deja que nos sigamos encerrando en nosotros mismos. Su Amor, nos abre; su Amor, nos salva.

Nadie, ningún sector tampoco, debería identificarse con alguno de los hijos, porque todos en la vida tenemos algo de ambos.

Como el hijo menor, todos podemos hacer el mal y también arrepentirnos, aunque a veces, esas experiencias crudas de la vida lejos de ablandarnos nos endurecen aún más y, si tomamos la decisión de acercarnos al otro, lo hacemos más por conveniencia que por la búsqueda de la fraternidad.

Todos tenemos también un poco del hijo mayor, que por celos, enojos, heridas de la vida, justificamos las distancias, el desinterés, la insolidaridad.

Pero la novedad, lo que rompe ese círculo fatal en el que si no hay salida para mí, tampoco la hay para vos, ese círculo en el que misteriosamente apostamos por hundirnos todos, la novedad, es el amor creativo y audaz. El desafío es salir urgentemente del modelo de los hijos para entrar en el modelo del Padre, que genera un amor de calidad, valiente y que frente a las realidades difíciles no se deja aplastar, sino que crea algo nuevo y distinto, original. “La Patria requiere algo inédito”. [2]

La novedad es animarse a abrazar al otro desde las entrañas, perdonarlo de corazón, empezar de nuevo las veces que hagan falta, romper las cadenas del odio, tener palabras, gestos y acciones que busquen dignificar a los otros y apostar por salvarnos todos. Otro tipo de convivencia social que garantice siempre la paz y la fraternidad.

La actitud del Padre es el único camino que nos queda, porque la actitud de los hijos no alcanza, por el contrario, estanca, deja todo en el mismo lugar, nada se transforma. En el Padre está la ejemplaridad necesaria, ejemplaridad que nos interpela a todos a una coherencia de vida ineludible y urgente. En el Padre hay magnanimidad.

Por otra parte, es un drama que el hijo mayor se quede afuera de la fiesta. Sin él, la fiesta está incompleta. Este es el desafío más urgente de la historia humana que estamos transitando hoy: que nadie se autoexcluya y lo que es peor, que nadie ose excluir a nadie por ningún motivo. La fraternidad humana es la condición necesaria para que todos podamos salvarnos.

Nuestro querido Papa Francisco, enorme voz de este tiempo, en su carta encíclica Fratelli Tutti, plantea el desafío de la fraternidad humana y la amistad social como una realidad que se juega en la opción: encierro o apertura. Si nos encerramos vamos al choque, al enfrentamiento, a la disolución. Si nos abrimos, podemos encontrarnos, escucharnos, dialogar, trabajar por el Bien Común, fortalecer la democracia y reconstruir con esperanza la Patria herida.

Creo que podemos compartir que la inmensa mayoría de las personas que habitan este suelo bendito, viven con un amor grande que les da fuerza para la lucha cotidiana y para apostar por la paz y la fraternidad. Nuestro pueblo está paradójicamente cansado y agobiado, pero también cargado de paciencia y de esperanza.

Esto, no siempre, pero muchas veces contrasta con las actitudes de quienes tenemos responsabilidades en los diversos ámbitos de la vida de nuestra Nación, porque pareciera que nos quedamos anclados en ese modo de relación interesado que tienen los dos hijos y, con nuestras palabras, gestos y acciones, afectamos directamente la vida de muchas hermanas y hermanos creando un clima de fatalidad, angustia, desolación y un enfrentamiento que nos enferma a todos. Porque los que sufren no son las causas ni los proyectos sino las personas concretas, y debemos hacer todo lo necesario para evitar ese sufrimiento. Esa es una decisión ética que se toma en lo profundo de la propia conciencia que desea hacer siempre el bien y evitar el mal.

Para estar a la altura de las circunstancias tan difíciles y delicadas que estamos viviendo, debemos esforzarnos en salir del paradigma del encierro y del rechazo y entrar en el paradigma de la apertura, el abrazo y el cuidado de toda persona.

Ese abrazo es la expresión de una disposición interior, de un corazón sensible, de convicciones profundas, de valores madurados, de una decisión ética tanto personal como colectiva que contemple un horizonte claro, que es el bien de la Patria.

¡Podemos sanarnos! ¡Estamos a tiempo! ¡Debemos sanarnos unos a otros!

Debemos hacerlo por los más pobres, débiles y sufrientes, por los niños, por los ancianos, por las familias, por todas las personas de nuestra amada Patria. Debemos intentarlo de verdad! Recordemos por favor, que todos estamos en la misma barca y que nadie se salva sólo. [3]

Los invito entonces, a rezar juntos la oración de San Francisco de Asís, que es el santo de la paz y la fraternidad universal:

¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz!
Que allí donde haya odio, ponga yo amor;
donde haya ofensa, ponga yo perdón;
donde haya discordia, ponga yo unión;
donde haya error, ponga yo verdad;
donde haya duda, ponga yo fe;
donde haya desesperación, ponga yo esperanza;
donde haya tinieblas, ponga yo luz;
donde haya tristeza, ponga yo alegría.

¡Oh, Maestro!, que no busque yo tanto
ser consolado como consolar;
ser comprendido, como comprender;
ser amado, como amar.

Porque dando es como se recibe;
olvidando, como se encuentra;
perdonando, como se es perdonado;
muriendo, como se resucita a la vida eterna.

+ Jorge Eduardo Scheinig

Arzobispo Metropolitano

Mercedes-Luján


[1] Cfr. Evangelio de Lucas 15, 1-32

[2] Conferencia Episcopal Argentina, mayo de 2001.

[3] Homilía pronunciada por el Santo Padre Papa Francisco durante la oración extraordinaria ante la pandemia por coronavirus. 27 de marzo de 2020.

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