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Perfil bibliográfico del Cardenal Eduardo Pironio

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Eduardo Francisco Pironio nace en Nueve de Julio (Buenos Aires), el 3 de diciembre de 1920, en el seno del hogar constituido por José Pironio y Enriqueta Rosa Butazzoni, inmigrantes italianos que habían llegado de Percoto del Friuli en 1898. Último de veintidós hijos, él mismo considera su vida como un milagro de la intercesión privilegiada de la Virgen de Luján. Bautizado el 3 de febrero de 1921, su existencia toda fue un canto de fe al Dios de la vida.

Después de haber frecuentado la escuela regular en su ciudad natal, el 14 de marzo de 1932, a la edad de doce años, ingresa en el Seminario San José de La Plata, donde realiza sus estudios de filosofía y teología, que dan comienzo a lo que él llama “la carrera sublime del sacerdocio”. El 5 de diciembre de 1943, a los 23 años, es ordenado sacerdote en el Santuario nacional de Nuestra Señora de Luján, patrona del pueblo argentino, y comienza a gritar al mundo su alegría de ser sacerdote.

Inicia su actividad como docente en 1944, primero como profesor de letras, y después enseñando filosofía y teología en el seminario Pío XII de Mercedes (Buenos Aires) y rápidamente se va extendiendo su influencia no sólo por su
capacidad intelectual, sino también por su comprometido acompañamiento espiritual. Junto a una intensa actividad didáctica y educativa despliega sus mejores dotes y su cultura humanista escribiendo diversos artículos en la Revista tomista Sapientia, en la Revista de Teología de La Plata, en Notas de Pastoral Jocista y otras. En estas publicaciones suele reflexionar sobre los principales temas de la vida cristiana: la santidad, la esperanza, la oración, la contemplación, la cruz, la Iglesia, el hombre. El 22 de octubre de 1953 parte hacia Roma con el fin de completar y profundizar sus estudios de teología en el Pontificio Ateneo Angelicum de los padres dominicos, donde obtiene la licencia en teología dogmática. Durante el verano de 1954 sigue también cursos integrativos en París y Lovaina, sintiéndose particularmente atraído por un maestro espiritual de inmenso prestigio: el abad benedictino Dom Columba Marmion.

En 1958 es nombrado profesor de teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina y Vicario general de la diócesis de Mercedes, y dos años más tarde, Rector del Seminario Metropolitano de Villa Devoto en Buenos Aires, siendo no solo el primer rector del clero secular después de la prolongada gestión de los padres jesuitas, sino el que da comienzo, por su estilo personal, a un modo nuevo de vivir la fraternidad y amistad sacerdotal. En 1963 es nombrado Decano de la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Buenos Aires, y San Juan XXIII lo designa como uno de los peritos del Concilio Vaticano II.

En 1964 es nombrado obispo titular de Ceciri y auxiliar de La Plata y recibe la consagración episcopal el 31 de mayo en el Santuario nacional de Nuestra Señora de Luján, eligiendo como lema episcopal: “Cristo entre vosotros, esperanza de la gloria”. Ese mismo año recibe el nombramiento de Asesor nacional de Acción Católica y de Presidente de la comisión “Fe y Ecumenismo”. Hijo del Concilio, y habiendo alcanzado la plenitud de su vocación sacerdotal, como obispo, supo hacer cotidianamente el camino de los hombres: asumir sus angustias, interpretarles la historia, abrirles el sentido de las Escrituras, ser para todos un padre, un hermano, un amigo.

En 1967 el Siervo de Dios es enviado como Administrador Apostólico a la diócesis de Avellaneda, y ese mismo año es elegido Secretario General del Celam, cargo que le será renovado en 1970 por otros dos años, mientras que en agosto de 1968, es designado por San Pablo VI, Secretario General de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Medellín, Colombia. Ya como secretario del Celam, contribuye a la recta interpretación de la “teología de la liberación”, y en 1972 es elegido Presidente del organismo. Su tarea en el Celam es fecunda y renovadora, dando un impulso admirable al espíritu de unidad de la Iglesia latinoamericana en un momento trascendental y complejo en el que la implementación del Concilio Vaticano II generaba desconcertantes crisis y precisaba un timonel confiable que la condujera con mano segura y la llevara a buen puerto. En estos tiempos tensos y difíciles, Monseñor Pironio es él mismo el garante de la comunión eclesial y un factor decisivo de equilibrio y esclarecimiento doctrinal.

El 19 de abril de 1972 es nombrado Obispo residencial de Mar del Plata y asume la diócesis el 26 de mayo sucesivo. Valorado especialmente por su prédica elocuente y su estilo llano y coloquial, le toca vivir en esta diócesis momentos de gran dificultad pastoral y política, que sabe afrontar con serenidad y coraje, con la lucidez propia de los santos, que saben comprender la realidad y extraer de cada situación y de cada problema la consecuencia precisa y la enseñanza justa. Lugar de cruz y sufrimiento, Mar del Plata es sobre todo para él una fuente constante de alegrías y de manifestaciones de esperanzas. Ciertamente por ello es recordado hasta hoy en esta diócesis con entrañable afecto.

En el año 1974 es invitado a predicar los ejercicios espirituales al Papa y a la Curia Romana en el Vaticano, y luego es llamado a formar parte de la Comisión Pontificia para América Latina. Participa en todos los Sínodos de obispos, ordinarios, extraordinarios y especiales, celebrados después del Concilio, con intervenciones numerosas y de notable importancia pastoral y doctrinal, nacidas de su mirada atenta a la realidad, de su envergadura espiritual, y al mismo tiempo de su confianza en la Iglesia, deseosa de abrirse a los aires nuevos y de aplicar las enseñanzas del Concilio.

En 1975 comienza uno de los períodos más duros de su vida, debido a la confusión política y a los extremismos ideológicos que dieron lugar a la revolución y a la violencia de los años 70. Como argentino vive los dolores de su patria a la que ama, y se desvive por desentrañar las causas profundas del desencuentro tratando de guiar a su comunidad hacia el redescubrimiento de los grandes valores del amor, la tolerancia y la solidaridad. “Reconciliaos con Dios –decía el jueves Santo de 1975–, reconciliaos con los hermanos”. “Cómo quisiera yo esta tarde decirles con toda simplicidad, pero con toda la calidez del hermano, del amigo, del padre y del pastor, que la única fuerza que construye es el amor!”.

El 20 de septiembre de 1975 el Papa San Pablo VI lo nombra Pro Prefecto de la Congregación para los Religiosos e Institutos seculares y en el Consistorio del 24 de mayo de 1976 lo eleva a la dignidad cardenalicia, con el título de los santos Cosme y Damián, nombrándolo luego Prefecto de la Congregación. En calidad de Prefecto realiza numerosos viajes con el deseo de conocer los institutos religiosos y participar en sus reuniones y asambleas a nivel nacional e internacional, pero por encima de todo ama, ilumina y anima la vida religiosa desde el diálogo y la comunicación, e infunde en ella el espíritu eclesial deseado por San Pablo VI . Documentos de especial importancia, como “Mutuae relationes” (1978), “Dimensión contemplativa de la vida religiosa” (1980) y “Religiosos y promoción humana”, llevan el inconfundible trazo de su pluma.

El 9 de abril de 1984 el Papa San Juan Pablo II lo nombra Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos con el deseo de que infunda en el laicado el mismo espíritu renovador con el que había animado a la vida religiosa. Bajo su presidencia se desarrolla el Sínodo para los laicos (1987) y se redacta la Exhortación Apostólica “Christifideles laici” (1988). Pero el nombre del Cardenal Pironio está ligado sobre todo e indisolublemente a los encuentros y a las Jornadas mundiales de la juventud, pues es él quien hace posible esta intuición del Papa San Juan Pablo II, preparándolas esmeradamente y realizándolas, al punto de ser conocido como el “Cardenal de los jóvenes”. Recorriendo el mundo en las jornadas mundiales, logra entrar en sintonía y en coloquios con jóvenes de todas partes del mundo, a quienes sabe acoger con amor y en quienes logra encender la fe desde su palabra cercana e iluminadora. Es para con ellos un auténtico pastor de almas, pues les habla con suavidad, como queriendo llegar a lo más profundo de cada uno, dándose entero en cada frase, en cada consejo, en cada reflexión.

De este modo colabora estrechamente con los Papas San Pablo VI, Beato Juan Pablo I y San Juan Pablo II, y ejerce en la Santa Sede sus responsabilidades con su vigorosa creatividad, con su inagotable vocación de servir a la Iglesia y con su proverbial humildad.

Pocos hombres se han acercado tanto como Eduardo Pironio al arquetipo ideal de la espiritualidad cristiana, la transparencia moral y la entrega al mandato evangélico. Pocos, como él, han sabido ser hombres de fe, quemados por el fuego del Espíritu, testigos del Absoluto, purificados por la cruz, para ser ecos de la voz de Dios, y profetas de la verdadera alegría y de la esperanza.

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